La vida está llena de finales. La infancia se acaba, el colegio se acaba, la suerte se acaba, la mala suerte se acaba, la ilusión se acaba, la tristeza se acaba, las adicciones se acaban, las relaciones se acaban y hasta la mismísima vida llega a su fin.
Hay finales tristes, alegres, combinación de las dos o finales simplemente normales. Hay finales anunciados y especiales, finales que se hacen esperar, finales drámaticos e inesperados pero también hay finales que llegan y ya está, sin anunciarse pero sin llegar a tener tintes dramáticos de película.
Estos finales resultan el peor tipo de final y más cuando vienen acompañados de una historia intensa por detrás de ellos. Porque para algo especial se necesita un final especial.
A mí me llegó uno de estos finales, un final sin más, normal, un vale, hasta aquí hemos llegado, tan simple que resulta complicado. Esperaba por lo menos un final con un poco más de sustancia, de emoción después de todo lo que he pasado antes de llegar a este final. Quizás era una situación tan forzada que merecía un final así. Quizás no merecía ni lágrimas, ni días tirados por la alcantarilla pensando y pensando en como se hubiera podido evitar el triste y deprimente final.
Después de mil conversaciones que al final derivaban siempre en un jodido quiero pero no puedo. Después de noches sin pegar ojo. Después de rayadas mentales, de fantasías sexuales. Después de nervios, de paquetes de cigarros consumidos con ansiedad, de ganas de dejarlo todo. Después de no poder más, de pensar que no existía más que eso. Después de todo me encuentro con que mi final llega cuando me doy cuenta de lo dañino y repugnante que puede llegar a ser que alguien solo pueda contar con sus adicciones para relacionarse con la gente a la que más quiere, que se crea que sin ayuda de mundos de mil colores no puede llegar a establecer un vínculo emocional de ningún tipo.
Después de ver sus ojos idos y su vida y su personalidad yéndose con ellos, me dí cuenta de que mi final estaba ahí, mi final era ese, mi final no correspondía en una espiral sin vuelta atrás, en una vida llena de vacío, desperdiciando mi capacidad de relación con el resto del mundo, no, ese definitivamente no era el tren al que tenía que subirme, ese tren estaba no solo descarrilado, si no que estaba pudriéndose por dentro, lentamente. Estaba lleno de pasajeros con los que no es recomendable compartir la vida nunca.
Y fue así como me subí a otro tren, al que realmente me pertenece, al tren que seguirá su rumbo hasta encontrar una estación en la que finalice su trayecto, en la que me baje y desde la que después pueda continuar viajando libremente en otros trenes. Y así ir acumulando toda clase de finales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario